PISAR PISADAS -







Ramiro Palacios

Pese al esfuerzo, nunca se llega al lugar, cuando uno está a punto de alcanzar la meta, hay algo que retrasa su consecución, una caída, alguien que pide un favor, un encuentro inesperado. La fatiga es inversamente proporcional a la obtención del logro, la angustia también.

Podría estar mirando horas, como si viese una película van pasando personas como fotogramas, de todo tipo, tamaño y color. Hombres enjuntos con chilaba, mujeres como sacos llenos de grano, jóvenes rectas con pañuelos atados de las más diversas maneras, flojos o anudados en el cogote, apretados sobre la frente y con un melocotón detrás. Pañuelos sobre pañuelos, negros sobre blancos como fichas de damas, flores sobre flores en el paisaje de sus cabezas.

En el bar solo habla el jefe, emite unos sonidos guturales y silbados que sisea a los camareros, a la mujer que hace las tortas de pan, al teléfono desde el que habla, a los proveedores que vienen a cobrar.
Un elegante señor ha entrado, con una túnica negra, parece que es esta la que lo ha traído hasta aquí y que, quien habla y entiende y pide el café, sea la túnica y no él. No es una chilaba como las otras, es negra, limpia y larga, sin una mota de polvo o de color blanco. El hombre se recuesta sobre la silla y él y la chilaba forman una especie de Piedad viviente. Así, oblicuo, extiende su largura un buen rato, hasta que le traen sus pedazos de torta y él, sin variar postura, los va engullendo como si los escondiera dentro del atuendo.
Una pareja de turistas entra en el bar, parecen aves exóticas, altos, delgados, con su tez cerúlea, largas piernas y dedos, tratan de acomodar su figura en dos sillas anaranjadas, mientras, el hombre que habla los bendice con sus ruegos a los que suceden dos platos de comida, al cabo salen y vuelven a parecer dos aves exóticas.
Detrás de la barra hay dos camareros y un hombre que solo utiliza sus manos para recibir dinero, que él va colocando en su caja compartimentada. Si quien a él se acerca no va provisto de metal, no emite señal alguna.
Tras los pasteles apilados y las tortas, del mostrador sobresalen dos cabezas como aceitunas a las que en su trajín silencioso apenas pueden ser divisadas. Sin mostrar queja, desdén o mueca, los dos hombrecillos trajinan en su minúsculo espacio parapetados por rimeros de yogur, bandejas de huevos cocidos, aceitunas, cazuelas, vasos y teteras. Desde allí administran lo que el hombre que tiene la posesión de la palabra les ordena.
A diario un hombre uniformado se presenta con los vasos utilizados la noche anterior y cuchichea algo con los hombres cabeza de aceituna, no se sabe si son confidencias o peticiones de más comida o bebida. Tras ello, el uniformado se acerca al receptor de monedas y le suministra algunas, tras lo cual, abandona el local.

Sentirte carne, un pedazo de huesos y piel y sangre, intestinos, músculos que hay que lavar y frotar, estirar y golpear. Cuanto más caliente está la carne, más fácil es su manipulación, se la puede tratar como una madeja de lana y estrujar y tirar hacia los lados, incluso se puede fundir con la piedra y adherirse a ella y quedar ahí como una ventosa y volverse roca para siempre.



Una sucesión de montículos triangulares, todos iguales, casi idénticos, forman un mosaico sobre una superficie plana. Blancos triángulos que contienen huesos de cincuenta, sesenta o setenta años. y un panteón en un lado al que se accede por un pasillo que permite recorrer todo el espacio. Una fuente para lavarse las manos y las monedas de rigor al entrar. Los judíos necesitan a los muertos para existir como pueblo, en cada pedazo de calcio, los judíos tienen un tesoro que cuidar y venerar. Si no tuvieran sus muertos, tendrían que inventarlos, enterrar piedras en el suelo y adorarlas. Tendrían que petrificarse ellos mismos para permanecer, para existir. Más aún que los libros, que los vestidos, que las ataduras con los que los sujetan, los muertos son la esencia de su identidad, su bien más preciado, lo que les transfiere continuidad y sedimenta su cultura. Viendo aquellos triángulos blancos, ordenados en la superficie, uno siente que por fin a esos muertos les ha llegado la calma, más aún, quizás, de la que tuvieron en vida.

Viendo aquellas mujeres, apostadas en las entradas de bares y restaurantes, en minúsculos rincones, con su plancha de butano, harina, agua, sal, un poco de aceite y las manos dispuestas al pan. Cuando han formado sus bolas, las amasan con las manos, como si estuviesen despertándolas, dejándolas dispuestas para el calor de la plancha. En solo unos minutos al calor, las tortas se tuestan por las dos caras. Un hombre recoge cada torta y la deposita en un plato que acerca al comensal. Coloca los dedos en cada pedazo, parece hacer lo mismo que la mujer cuyas manos han traído el pan.

Un grupo de mujeres está limpiando el suelo, pasan un largo cepillo húmedo y de tres en tres hacen viajes de ida y vuelta por el pasillo. Al pañuelo blanco, añaden la gorra con visera también blanca, lo mismo que el delantal, pantalones, bata y calzado. No parecen tener prisa, mientras con una mano empujan el cepillo, balancean la otra al compás de sus pasos. Cuando han acabado de recorrer el pasillo, se sientan juntas y hablan por teléfono.





















Manadas de turistas entran en el palacio precedidos de su correspondiente guía. Unos, tras las cabezas de otros, cual ganado ovino, parecen dispuestos a ocupar todo el espacio que se les ponga por delante. Una vez dentro, van recorriendo el edificio sin que un solo rincón quede vacío. Tal si fueran a concentrarse para sudar antes del esquileo, penetran en el edificio con la invariable cadencia de tres minutos. No ha acabado un grupo y el siguiente ya está dispuesto con la impaciencia de quien teme quedarse rezagado. Cuando están dentro, sacan su artillería fotográfica, que, en casi todos los casos, es un teléfono con el que hacen sus fotografías y con esta herramienta asedian cada rincón, esquina, suelo o pedazo de madera que se ponga a tiro.
Mientras unos se muestran admirativos hacia los objetos y bienes, otros, los más, disparan con su cámara y posan en arcos de medio punto, de herradura, nazaríes, figuras sedentes, balaustradas o belvederes con vistas. Pero el paisaje que parecen querer atrapar son ellos, los turistas son el verdadero paisaje. Sin turistas, aquél espacio sería un decorado incompleto para una película largamente postergada. Lo más valioso del turismo son los turistas y lo mejor de los turistas son sus guías, ver cómo todos se agolpan ante ellos y tratan de descodificar cada palabra y gesto. Y los turistas llevan aparejadas sus cohortes, imprescindibles en todo desplazamiento humano. La mujer que forma un cazo con su mano y lo extiende ante los que pasan, las gentes que exhiben la abundancia y la muestran con avaricia prometiendo el cielo de los objetos que llenarán su equipaje, la prueba de que han estado allí. Pero los objetos, con su engorrosa materialidad, están heridos, encajan mal, la materia ocupa espacio y este debe cederse a quienes está destinado, los turistas. Por eso la cámara es lo único que queda de esa materialidad en todo el proceso, las imágenes son los verdaderos objetos del turismo.

La tierra se escapa, se va al mar, solo parece esperar a que la lluvia obre milagrosamente para salir corriendo. Por barrancos profundos, por ollas excavadas, por finos hilillos trazados sobre las vertientes. Y tras de sí, se lleva los suyo, esa hierba que apenas levanta del suelo, un resto de verdor que quedó de una anterior lluvia, una plántula rastrera que pretendía salvarse del torbellino. Solo quedan los arganes, auténticos reyes de la sequedad, indiferentes a lo que sucede a pie de tierra. En algunos puntos, el agua forma cascadas, chorros de luz y abundancia en la vida de las gentes y alimento para ellos, sus plantas y ganados. Allí retienen el agua y plantan sus casas en espacios imposibles. Allí crecen palmeras, manzanos o ciruelos, allí los niños saltan entre las piedras, allí hombres y mujeres almacenan, guardan y domestican el agua, para tenerla consigo, cerca.

En algunos puntos, el agua toma el poder, dibuja el recorrido, talla las rocas, esculpe las formas y decide dónde detenerse, dónde formar enormes cuencos, azules, suaves, en los que sumergirse. Allí es caprichosa y produce formas imposibles, crea vacíos en la dureza extrema, domestica la piedra como si torneara precisa y cuidadosamente lo que parecía inabarcable, y evoluciona y tritura y lima, y lija y cuartea tantas veces como infinito es el devenir del mundo.

Aquí también los campesinos están de retirada, vencidos, los hombres marchan a la ciudad y quedan los ancianos, las mujeres y los niños. Cuando los hombres están instalados en la ciudad, vuelven a recoger a sus familias, dejando a los ancianos y a algún descarriado que no acaba de seguir el patrón de los demás. Y esta escasez de gentes no es capaz de mantener esas paredes que sujetan la tierra y hacen horizontal lo que era casi vertical, no pueden conducir el agua hasta los campos, ni reparar las acequias o trazar los surcos en la tierra.
En los alrededores de los pueblos aún queda la faz de ese paisaje campesino que se resiste a desaparecer, ahí están los pequeños huertos con sus cebollas, nabos, zanahorias, perejil o berros. Y también el cereal, sembrado en las planicies y regado y cultivado como si fuera una hortaliza más en cuyos bordes los olivos y almendros hacen festones en los límites de los campos. Comparados con los enormes farallones rocosos, esos pequeños campos de verdor muestran orden y armonía en el desmoronamiento de lo que fue. En las zonas cercanas a los pueblos se ven estas parcelas, en los rincones escondidos de los barrancos, en los minúsculos balcones colgados sobre las rocas, en los sinuosos meandros que forma el torrente, en esos lugares más alejados de los pueblos, las paredes están desportilladas, los olivos no reciben el auxilio de la mano que poda, las casas están derrumbadas, todo parece una retirada.
En una pequeña planicie, como si fuera un plato, cerca del río, y después de ascender una escarpada ladera, queda una muestra de esta cultura en retirada, una era, varias casas de piedra y techo de barro, las empalizadas que contornean el recinto y separan el espacio habitado del resto, las gallinas picoteando en los alrededores, una mujer que hace sus tareas, dos hombres que llegan con el burro cargado del mercado, un perro.


Miles de gaviotas cubren el cielo, en el puerto, en el mercado de pescado, entre las barcas de los pescadores, dispuestas a lanzarse sobre cualquier resto comestible que cae al suelo, al lado de las pilas sobre las que los vendedores muestras sus peces relucientes, con la piel tersa y brillante, peces a los que frotan con las manos y trapos para prolongar la vida que hace solo unos minutos los pescadores les han arrebatado.
Gaviotas en los pretiles del puerto, en las calles, en los tejadillos de las terrazas, en los alféizares de las ventanas. En un momento, entre las manadas de turistas, las gaviotas parecen dispuestas a lanzarse sobre sus cabezas, formando una nube gris. Amenazadores, los pájaros sobrevuelan los grupos de gente y vigilan ansiosos sus movimientos, mientras los turistas hacen sus fotografías. Detrás del puerto, en la caída del sol, en el mercado, en la playa, los turistas sacan sus palos con los que conseguir la distancia necesaria para que su rostro quede enmarcado en una portada, en el ocaso del sol, un balcón, o un puesto en el mercado, haciendo de sí mismos el objeto de toda pesquisa. Yo estuve allí, parecen decir, y fui feliz y paseé y bebí y contemplé, este es el mensaje que emiten en cada clip de cada fotografía.

Los sonidos de sus lenguas, los cientos de eses que inician y acaban las frases, eses que se prolongan más allá de la dicción y de la oración, las palabras y letras que salen de su garganta, que parecen venir del vientre, del estómago e intestinos, de debajo de la lengua. Las erres que rasgan sus gargantas y parecen frotar contra la tierra y las piedras, los sonidos secos, cortos, las palabras que añaden como sal en la comida. Y los silencios, de las mujeres que limpian el suelo, que desgranan los guisantes, amasan las tortas, vierten el té de un vaso a otro y esperan.

Y los que hemos venido y estamos aquí, quien desurde una madeja y al que ayudamos a separar cada hilo y a volverlos a unir en un tejido; quien semeja una roca de arena, a la que colocamos parapetos para que el viento no melle sus formas y la cubrimos con un techo que evitará las punzadas de la lluvia; quien traza el camino, del que retiramos piedras y cristales y en el que plantamos rosas; quien vuela como pájaro y al que le damos cuerda; quien observa lo que sucede como si estuviese desentrañando un lejano idioma, a este le cocinamos una sopa de palabras que le nutren y le hacen caminar.

    Fotos: A.S.S.

Comentarios

Entradas populares