CUMPLIENDO EL PRECEPTO DE VER CADA DÍA ALGO ÚNICO


 Juan Carlos Santamaría Solís

Los que llegan y los que parten, los pies, piernas y cuerpos propulsados, colores de sus ropas; los que esperan enfrente, y yo mismo. Cada uno retiene su secreto, la joven rubia de la frente abombada, otra con manos en los bolsillos y lento andar ceremonioso, el vacío de la espera, allá al otro lado la joven oscura ocupada en su móvil. Y ese hombre de nuca rapada con la gruesa nariz vuelta hacia arriba.

























Quién tiene miedo, quién espera, quién desea, quién está perdido y quién se ha salvado. El aire entre cada uno de nosotros es tenue, liviano, imperceptible. La luz que nos dibuja cuida de que sigamos aislados. Al avanzar, esa membrana que nos dieron no se rompe. Alguien se arrodilla para atar un cordón, enseguida de pie, mientras la escalera mecánica no para de traer gente, hasta que llega el tren y se la lleva. Desde ese lado, la visión es la misma.





Otro día

 Alguien mojado por la lluvia, con sueño atrasado, al que quizá no le va bien. Quizá ha perdido el novio, el piso o acaso el trabajo. Rasgos grandes (nariz, ojos) manos enrojecidas, uñas cortas, dedos con pequeñas heridas. A continuación miramos el calzado para tener otro elemento de juicio: las botas con cremalleras y herrajes deben ser, sin embargo, baratas. Ensimismada en la música de su móvil, o en su particular agobio, un trolley a sus pies y una bolsa en el regazo, quizá un traslado en curso, en todo caso no es un viaje de placer. La mirada atenta, como si intentase verlo de alguna otra manera, es esa fijeza la que inspira compasión, la que revela el peso de lo cotidiano cuando las salidas están cerradas. El pelo es abundante y no se lo ha peinado después del chaparrón (en cambio sí ha tenido tiempo de pintarse los ojos, eso, no se sabe porqué, lo explica todo).

Fotos: A. Santamaría

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