CARMINA O LAS VOCES BAJO TIERRA /8/






Antonio Santamaría Solís

Exterminar moscas aplastándolas con el suplemento cultural de cualquier País ha sido siempre un ejercicio de placer para nosotros. Asfixiantes noches de verano. Sobremesas de otoño. Las moscas, esa luminosa, vibrante pesadilla, ellas poseen la incuestionable virtud de deshacer la turbiedad del aire en su espantoso vuelo. / Octubre, hemos regresado a la irresponsable realidad, el llamado día a día, nada más sofocante, el peligroso sopordeloordinario. El viaje subterráneo de lo cotidiano como castigo, morir, descender a los infiernos, penar, ser redimido y renacer transfigurado en el más allá, trepa que trepa hacia el claror otoñal de La Latina. Arriba y a bordo de uno de los restos del naufragio de nuestra adolescencia /MéxicoLindoBar/ cerveza a cerveza con uno de los desenterrados la conversación gira en torno a nuestros muertos-desaparecidos-resucitados: anadinaaraceli y sus respectivos espectros familiares. Cuando nos separamos este despojo del pasado me dice a modo de despedida, agitando un desteñido jirón en el aire, se trata de una obra absolutamente prescindible. No hago el inútil esfuerzo de intentar comprender. / Los ciegos y la cultura de lo táctil, es ésta también paradójicamente la cultura de lo inaprensible, una impostura. Se lee con los dedos y se pretende también escribir con los dedos dejando una huella grasienta sobre el cadáver de lo escrito, espejo deformante y predicativo. Los dedos golpeando de forma obsesiva la pantalla, moscas que intentan escapar de la realidad de este adentro para precipitarse en la nada luminosa que no va más allá de su reflejo abc…def…ghi… estertores, agónico jadeo… jkl… el alma que se estrella en un vuelo inútil contra los dientes apretados… mnñ… la lengua que se embota intentando detener el aliento que huye… opq… los dedos que se clavan en los párpados pretendiendo que estos no se cierren para siempre… rst... moscas que lo intentan, cuerpos abocados a la muerte movidos por la inercia de lo irónicamente llamado… uvw… existencia… xyz… exactamente igual que el giro oscuro y obsesivo de la tierra. / Este hombre ciego extiende sobre sus rodillas un hato de pliegos blancos erizados de puntos, misteriosos como cicatrices. Pasa y repasa las manos sobre ellos, vertiginosamente, a veces se detiene, sonríe, continúa, vuelve atrás. Arranca entonces la página y la dobla guardándola en una cartera de cuero que lleva colgada al hombro. Y continúa la búsqueda con el ceño fruncido y los ojos muertos. / Ella sabe que la pantalla de cristal que separa la oscuridad cóncava de su cráneo del sofocante ambiente de la cocina es lo que los psiquiatras en su ignorancia llaman mente, y que las moscas grandes y pesadas que se estrellan rebotando una y otra vez contra esa superficie falsamente iluminada son sus ideas, ideas fallidas, todas, unas más grandes, negras y pesadas, otras diminutas, insignificantes y ligeras, fallidas, erróneas, equivocadas. Como sus palabras. Las palabras formadas por letras que con torpeza se han generado más allá de la protusión congénita de la base de su lengua, palabras que en enjambre giran de forma absurda elevándose hasta el velo del paladar para caer enseguida sobre la glotis negra y levantarse de nuevo dolorosamente con el zumbido sordo del ejercito suicida, amorfo en su determinación ciega. / Qué extraño, cuando uno regresa del País de los Muertos y se encuentra a sí mismo tendido en la cama, la misma habitación en la misma casa, el mismo barrio, qué extraño, los vecinos esquivos, pan frito para el desayuno sobre el mantel de hule, en la cocina, un café, el mismo café ya frío, el culo de la taza que deja un halo marrón sobre el mantel, así jugabas y así juegas ahora, en este instante, a dibujar eclipses de luna entre los cuadros blancos y verdes. Hoy que por fin has regresado y las moscas lo celebran entrando y saliendo, entrando y saliendo de los círculos pringosos, manoseándolo todo con sus trompas, sus patitas, qué baile más alegre te pareció y ahora te parece, qué extraña celebración de la luna llena. Cuando uno regresa del País de los Muertos siempre pesa menos, pero no como una sombra sino como un niño enflaquecido, o un recuerdo. Uno vuelve y come con desgana las migas frías que antecedieron a su muerte, último desayuno que, se entiende ahora, no era en verdad el último sino un paréntesis abierto, el extremo de una muerte que enlaza con esta otra vida, ajena como un destierro. /  
                



Fotografía Marion Thieme

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