Doce blancas y dos negras


Rodolia Cardinalis   DOCE BLANCAS Y DOS NEGRAS



Se abrió la puerta y fueron apareciendo las mujeres, cada paso contenía decenios de vida, por eso eran lentos, espaciados y calculados, parecía como si un mínimo movimiento fuera de lugar, supondría el derrumbe de sus cuerpos sobre las baldosas. Si hay una forma precisa de nombrar la fragilidad, esta quedó perfectamente retratada en aquellas mujeres encorvadas, de las que apenas sobresalía su cabeza.
Envueltas en mantos blancos que les llegaban a los pies y cubierta su cabeza con una toca blanca, seis de ellas, y con toca negra las otras seis, simulaban las piezas de un viejo reloj al que diariamente había que darle cuerda. La primera de ellas fue transportada en silla de ruedas, empujada por una joven tapada con un gorro de lana y una chaqueta de colores, esta fue acomodada en una esquina y en ella permaneció, no sabría decir si dormitando u orando, un territorio comprendido entre el estar y el no estar.
A ellas les siguieron otras cinco mujeres que venían a ser una prueba evidente de inmortalidad. Maltrechas, iban arrastrando sus hábitos, sujetando como podían su cabeza y manteniendo a duras penas sus manos unidas a sus manos, consiguiendo llegar hasta los asientos por sus propios medios. Esta acción fue la prueba fehaciente de que el tiempo, para quienes viven en ese estado, había sido completamente abolido. Por lo que resulta irrelevante detallar si habían llegado a los 90, a los 98 o a los 103 años.

Cuando estas mujeres lograban alcanzar su asiento y acomodar su cuerpo en él, sin que ninguna de sus desgastadas piezas quedasen desencajadas, entraban en un trance del que su rostro daba cuenta fielmente. En ese momento, dirigían su mirada hacia la cruz situada en la pared y allí se demoraban un buen rato, al cabo del cual, agachaban su cabeza para tratar de recuperarse del esfuerzo que la conversación con la cruz, les había deparado. De lo que pude apreciar, lo único que indicaba que  dentro de esas telas, mantos y tocas, había un cuerpo, eran el rosto y las manos que ellas acomodaban en su regazo.
El segundo grupo de mujeres constituían claramente el equipo de refresco, altas, erguidas, con pie firme, fueron atravesando el umbral de la puerta y, antes de ocupar su puesto en los asientos, entornaron sus ojos hacia las que ya estaban sentadas, cerciorándose, quizás, de que ninguna de ellas había sufrido daños en el tránsito desde la puerta hasta los asientos. Estas, resueltas y decididas, pronto encontraron una posición cómoda en sus bancos y en ellos permanecieron entre la concentración  y la vigilia. Todas iban tocadas con el inmaculado blanco en sus cabezas, que, unido al nacarado tono de las túnicas, aligeraban su decidido paso.

La última en llegar fue una mujer negra, vestida con abrigo y larga falda de colores, rellena como un pavo en navidad, graciosa de movimientos y cuya viveza de rostro ofrecía un vivo contraste con las macilentas caras de las demás mujeres. Ella, como al parecer, no había alcanzado esa ausencia del tiempo en el que las más mayores estaban embarcadas, podía por tanto, desplazar su cuerpo con una armonía y una cadencia que dejaba bien patente su vínculo con la tierra y con todo lo que la rodeaba. A esta mujer, en unos minutos, se unió la que había empujado la silla de ruedas de la primera. Apenas podía deslindarse su rostro del atuendo que portaba, un gorro negro de lana, chaqueta y faldas coloridos, guantes, leotardos, botas… esta mujer venía de otro clima, su forma de guarecerse en el asiento, su extrema quietud, que parecía evitar que un solo miligramo de calor saliera de su cuerpo… todo indicaba que entre el gris lluvioso y frío de aquella mañana y el clima en el que ella había vivido, mediaba una inmensidad.
El último en atravesar el umbral fue un hombre también vestido de blanco hasta los pies, apacible, sin rastros de pelo en su cráneo y más cercano por edad a las primeras en aparecer, aunque sin llegar a mostrar con tanta evidencia ese estar fuera del tiempo de las primeras. El hombre comenzó la ceremonia con calma, pero decidido a ejecutarla tal como se debía en tiempo y forma.


Aquello duró una hora, durante la cual, las mujeres fueron acompañando al oficiante con gestos, posiciones, genuflexiones… que tan interiorizados tenían, hasta el punto de adaptar su fisonomía a la estricta función que ejecutaban. En ese tránsito, alguna de ellas quedaba rezagada y permanecía fuera del sendero que las demás transitaban, pero, por costumbre gregaria, práctica u otra razón, pronto recuperaban el camino y se unían a las demás. Un pequeño gesto de su rostro, un movimiento de mano, un instante de fulgor en sus ojos… delataban que aún estaban ahí.
Cuando el maestro de la ceremonia hubo concluido el oficio, ellas, después de permanecer varios minutos en un estado de plenitud somnolienta, iniciaron su retirada. Otra vez fueron las más ancianas las que encabezaron el repliegue de los distintos miembros de su cuerpo, para una vez efectuada esta maniobra, alzarse sobre sus piernas y tomar el camino de vuelta. Como si fueran vagones de un tren, traqueteando entre sus hábitos, una a una, se encaminaron a la salida. Nuevamente, las que cumplían la función de refuerzo, fueron las últimas en salir, no sin antes asegurarse de que todo quedaba en el orden que debía.

Tras aquella experiencia, he de decir que nunca había estado tan seguro de que ellas no se derrumbarían a pesar de la flaqueza de sus miembros, su ubicación en ese estado de atemporalidad era tan evidente que, quizás había traspasado mi propia mente y, sin pretenderlo, había quedado contagiado de él. Cuando me levanté, mis piernas y brazos acusaban una profunda fatiga, de la que, solo fuera de aquel lugar, pude resarcirme. R.C

Fotos: Lipara Lucens

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